A menudo las internas se escapaban de clase para ir a verla. Se sabía de memoria canciones galantes del siglo pasado que cantaba a media voz sin dejar de darle a la aguja. Contaba historias, traía noticias, hacía recados en la ciudad, hasta prestaba a las mayores, a escondidas, alguna novela de las que solía llevar en los bolsillos del delantal, pues la buena señora acostumbraba a leer ávidamente largos capítulos durante los intervalos de su tarea. Todas ellas versaban invariablemente acerca de amores, enamorados y enamoradas, damas perseguidas que desfallecían en pabellones solitarios, postillones asesinados en los relevos, caballos reventados en cada página, bosques sombríos, cuitas del corazón, juramentos, sollozos, gemidos y besos, barquillas al claro de la luna, ruiseñores en las florestas, caballeros valientes como leones, tiernos como corderos y virtuosos a más no poder, siempre elegantes y de lágrima fácil.
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